jueves, 6 de febrero de 2014


El Señor estuvo a mi lado

 

La vida del apóstol Pablo está marcada por varias apariciones

del Señor, lo cual nos da a entender la relación de

intimidad que unía a este siervo con su Señor. También

nos enseña lo que debe ser la dependencia de todo creyente

comprometido en un servicio para el Señor.

 

El perseguidor

 

Como verdadero descendiente de Benjamín, “lobo arrebatador”

(Génesis 49:27), Saulo de Tarso no se conmovió

cuando asistió al martirio de Esteban. Al contrario, “respirando

aún amenazas y muerte”, persiguió a los discípulos

del Señor. De repente, cerca de Damasco, una luz deslumbrante

lo rodeó y una voz venida del cielo le dijo: “Saulo,

Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:1-4).

Era, pues, la confirmación del testimonio de Esteban:

Jesús estaba vivo, y además sufría con los humildes cristianos

a quienes Saulo acosaba y perseguía. Esta revelación

divina produjo una conversión extraordinaria y dejó

una huella indeleble en la vida del que en adelante sería

llamado Pablo.

 

La formación

 

Apartado durante tres años, el apóstol Pablo fue formado

en la escuela de Dios (Gálatas 1:17-18), como también lo

habían sido Moisés, David, Elías y muchos otros. Pronto el

principio de su ministerio en Jerusalén le acarrearía la persecución.

De una manera sabia, los hermanos lo enviaron a Cesarea

y después a Tarso, su ciudad natal (Hechos 9:30). En este

texto sólo se narra el aspecto exterior de dicho acontecimiento,

pero más tarde Pablo reveló el motivo que determinó

su partida: “Y me aconteció, vuelto a Jerusalén, que

orando en el templo me sobrevino un éxtasis. Y le vi (al

Señor, el Justo) que me decía: Date prisa, y sal prontamente

de Jerusalén… Ve, porque yo te enviaré lejos a los

gentiles” (Hechos 22:17-21). En esta segunda aparición a

Pablo, el Señor le confirmó la misión que le iba a confiar,

pero antes quería instruirle en el marco de un campo

misionero restringido. Respecto a esto podemos evocar

las palabras del Señor Jesús al endemoniado: “Vete a tu

casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el

Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de

ti” (Marcos 5:19). Pablo permaneció en Tarso varios años

y después se unió a la asamblea de Antioquía.

 

El siervo

 

En Hechos 18 vemos que, una vez llegado a Corinto, el

apóstol Pablo anunció el Evangelio, mientras ejercía su

antiguo oficio, para no ser gravoso a nadie. Desde el principio

de su ministerio se enfrentó a una fuerte oposición

por parte de los judíos. ¿Debía renunciar e ir a otra parte?

La respuesta divina no se hizo esperar; el Señor se le apareció

por tercera vez y le dijo: “No temas, sino habla, y no

calles; porque yo estoy contigo” (Hechos 18:9-10). El tiempo

para aprender en silencio había pasado; había llegado

el momento de hablar sin temor, confiando en la promesa

divina de que no sería abandonado. Su decisión de cumplir

la voluntad de su Maestro, costara lo que costara, llevó a

la formación de la asamblea de Corinto, y nos permite, casi

veinte siglos más tarde, disfrutar aún de las enseñanzas

de dos epístolas muy importantes.

 

El prisionero

 

En Hechos 23 encontramos a Pablo en Jerusalén, encerrado

en la fortaleza después de dos días de dura prueba.

La noche había caído y con ella había vuelto la calma.

Pero muchos pensamientos se arremolinaban en la mente

del apóstol. Entonces el Amigo divino se le acercó por

cuarta vez: “Ten ánimo, Pablo” (v. 11). Estas mismas palabras

habían tranquilizado a los discípulos en el mar agitado

(Marcos 6:50). Sin embargo, el final del mensaje del

Señor estaba lleno de consecuencias: “Pues como has

testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques

también en Roma”. Para los discípulos, el viento se

detuvo cuando Jesús subió a la barca; para Pablo, el “viento”

no cesaría, pero Aquel que estaba a su lado nunca lo

abandonaría.

El viaje de Hechos 27 era más que una travesía en un mar

agitado. En medio de la tempestad, toda esperanza de salvación

parecía desvanecerse. Qué gran consuelo para el

apóstol cuando un ángel se le presentó y le dijo: “Pablo, no

temas; es necesario que comparezcas ante César; y he

aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo”

(v. 24). Entonces Pablo, valiéndose de las palabras de

Jesús a sus discípulos, a su vez pudo consolar a los marineros:

“Tened buen animo” (v. 25).

Finalmente encontramos al prisionero en Roma, desde

donde escribió su última epístola a Timoteo, su hijo en la

fe: “Todos me desampararon… Pero el Señor estuvo a mi

lado, y me dio fuerzas… Así fui librado de la boca del león”

(2 Timoteo 4:16-17). Sí, el viento soplaba sin cesar, pero el

Señor, el Amigo fiel, seguía estando a su lado, aún en los

días malos. ¿Qué dijo a Pablo durante esta sexta aparición?

Es un mensaje sellado, pero podemos medir su

alcance mediante este clamor de triunfo de aquel que iba

a morir: “Y me preservará para su reino celestial. A él sea

gloria por los siglos de los siglos. Amén” (v. 18).

Para este siervo fiel había llegado la hora de dejar esta tierra.

Años atrás, cuando había sido arrebatado al tercer cielo,

ya había gustado algo de la felicidad futura. Ahora, en

esta etapa suprema, por la fe vislumbró la séptima aparición,

la más maravillosa de todas, la venida del Señor por

los suyos: “He acabado la carrera, he guardado la fe. Por

lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual

me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí,

sino también a todos los que aman su venida” (v. 7-8).

Finalmente, la recompensa suprema del siervo serán las

palabras del Señor, al ponerle la corona de justicia: “Bien,

buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te

pondré; entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25:21).

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