El
Señor estuvo a mi lado
La vida del apóstol Pablo está
marcada por varias apariciones
del Señor, lo cual nos da a
entender la relación de
intimidad que unía a este siervo
con su Señor. También
nos enseña lo que debe ser la
dependencia de todo creyente
comprometido en un servicio para
el Señor.
El
perseguidor
Como verdadero descendiente de
Benjamín, “lobo arrebatador”
(Génesis 49:27), Saulo de Tarso no
se conmovió
cuando asistió al martirio de
Esteban. Al contrario, “respirando
aún amenazas y muerte”, persiguió
a los discípulos
del Señor. De repente, cerca de
Damasco, una luz deslumbrante
lo rodeó y una voz venida del
cielo le dijo: “Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues?”
(Hechos 9:1-4).
Era, pues, la confirmación del
testimonio de Esteban:
Jesús estaba vivo, y además sufría
con los humildes cristianos
a quienes Saulo acosaba y
perseguía. Esta revelación
divina produjo una conversión
extraordinaria y dejó
una huella indeleble en la vida
del que en adelante sería
llamado Pablo.
La
formación
Apartado durante tres años, el
apóstol Pablo fue formado
en la escuela de Dios (Gálatas
1:17-18), como también lo
habían sido Moisés, David, Elías y
muchos otros. Pronto el
principio de su ministerio en
Jerusalén le acarrearía la persecución.
De una manera sabia, los hermanos
lo enviaron a Cesarea
y después a Tarso, su ciudad natal
(Hechos 9:30). En este
texto sólo se narra el aspecto
exterior de dicho acontecimiento,
pero más tarde Pablo reveló el
motivo que determinó
su partida: “Y me aconteció,
vuelto a Jerusalén, que
orando en el templo me sobrevino
un éxtasis. Y le vi (al
Señor, el Justo) que me decía:
Date prisa, y sal prontamente
de Jerusalén… Ve, porque yo te
enviaré lejos a los
gentiles” (Hechos 22:17-21). En
esta segunda aparición a
Pablo, el Señor le confirmó la
misión que le iba a confiar,
pero antes quería instruirle en el
marco de un campo
misionero restringido. Respecto a
esto podemos evocar
las palabras del Señor Jesús al
endemoniado: “Vete a tu
casa,
a los tuyos, y
cuéntales cuán grandes cosas el
Señor ha hecho contigo, y cómo ha
tenido misericordia de
ti” (Marcos 5:19). Pablo
permaneció en Tarso varios años
y después se unió a la asamblea de
Antioquía.
El
siervo
En Hechos 18 vemos que, una vez
llegado a Corinto, el
apóstol Pablo anunció el
Evangelio, mientras ejercía su
antiguo oficio, para no ser
gravoso a nadie. Desde el principio
de su ministerio se enfrentó a una
fuerte oposición
por parte de los judíos. ¿Debía
renunciar e ir a otra parte?
La respuesta divina no se hizo
esperar; el Señor se le apareció
por tercera vez y le dijo: “No
temas, sino habla, y no
calles; porque yo estoy contigo”
(Hechos 18:9-10). El tiempo
para aprender en silencio había
pasado; había llegado
el momento de hablar sin temor,
confiando en la promesa
divina de que no sería abandonado.
Su decisión de cumplir
la voluntad de su Maestro, costara
lo que costara, llevó a
la formación de la asamblea de
Corinto, y nos permite, casi
veinte siglos más tarde, disfrutar
aún de las enseñanzas
de dos epístolas muy importantes.
El
prisionero
En Hechos 23 encontramos a Pablo
en Jerusalén, encerrado
en la fortaleza después de dos
días de dura prueba.
La noche había caído y con ella
había vuelto la calma.
Pero muchos pensamientos se
arremolinaban en la mente
del apóstol. Entonces el Amigo
divino se le acercó por
cuarta vez: “Ten ánimo, Pablo” (v.
11). Estas mismas palabras
habían tranquilizado a los
discípulos en el mar agitado
(Marcos 6:50). Sin embargo, el
final del mensaje del
Señor estaba lleno de
consecuencias: “Pues como has
testificado de mí en Jerusalén,
así es necesario que testifiques
también en Roma”. Para los
discípulos, el viento se
detuvo cuando Jesús subió a la
barca; para Pablo, el “viento”
no cesaría, pero Aquel que estaba
a su lado nunca lo
abandonaría.
El viaje de Hechos 27 era más que
una travesía en un mar
agitado. En medio de la tempestad,
toda esperanza de salvación
parecía desvanecerse. Qué gran
consuelo para el
apóstol cuando un ángel se le
presentó y le dijo: “Pablo, no
temas; es necesario que
comparezcas ante César; y he
aquí, Dios te ha concedido todos
los que navegan contigo”
(v. 24). Entonces Pablo,
valiéndose de las palabras de
Jesús a sus discípulos, a su vez
pudo consolar a los marineros:
“Tened buen animo” (v. 25).
Finalmente encontramos al
prisionero en Roma, desde
donde escribió su última epístola
a Timoteo, su hijo en la
fe: “Todos me desampararon… Pero
el Señor estuvo a mi
lado, y me dio fuerzas… Así fui
librado de la boca del león”
(2 Timoteo 4:16-17). Sí, el viento
soplaba sin cesar, pero el
Señor, el Amigo fiel, seguía
estando a su lado, aún en los
días malos. ¿Qué dijo a Pablo
durante esta sexta aparición?
Es un mensaje sellado, pero
podemos medir su
alcance mediante este clamor de
triunfo de aquel que iba
a morir: “Y me preservará para su
reino celestial. A él sea
gloria por los siglos de los
siglos. Amén” (v. 18).
Para este siervo fiel había
llegado la hora de dejar esta tierra.
Años atrás, cuando había sido
arrebatado al tercer cielo,
ya había gustado algo de la
felicidad futura. Ahora, en
esta etapa suprema, por la fe
vislumbró la séptima aparición,
la más maravillosa de todas, la
venida del Señor por
los suyos: “He acabado la carrera,
he guardado la fe. Por
lo demás, me está guardada la
corona de justicia, la cual
me dará el Señor, juez justo, en
aquel día; y no sólo a mí,
sino también a todos los que aman
su venida” (v. 7-8).
Finalmente, la recompensa suprema
del siervo serán las
palabras del Señor, al ponerle la
corona de justicia: “Bien,
buen siervo y fiel; sobre poco has
sido fiel, sobre mucho te
pondré; entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25:21).
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